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Durante la inauguración del espacio Biblioteca, quedó también abierto el Taller Horizonte constituido por ocho PPL (personas privadas de libertad) que dentro de ese espacio han posibilitado de la mano con el taller de Herrería y Soldadura, la construcción de la infraestructura necesaria para contener los libros de diferentes tipos que ya están poblando las estanterías.
Pero a la vez el espacio permite que un grupo de personas aficionadas a la lectura, con creatividad, ideas, ganas de aprender y de profundizar en sus conocimientos sobre la lectura y la escritura, como también de dar vuelo a algo que interiormente tienen para volcar a través de las letras, generando en esta instancia un cuento.
Un cuento que está basado en una historia real que les tocó vivir en la Unidad 24 del INR de Pense, pero que ellos transformaron en partes de ficción y que titularon ANITA.
Ese cuento que de manera sólida, firme, y con acertada dicción, leyó Omar uno de los integrantes del grupo que junto a los talleristas contratados como docentes eventuales por la comuna sorianense y las operadoras del INR en Educación, están generando que esto pase.
Pedimos las autorizaciones correspondientes a sus autores colectivos y a las autoridades pertinentes, para poder publicarlo y ofrecerlo al mundo, a la vez y como forma de apoyo a esta tarea y motivación, le ofrecimos al grupo la posibilidad de tener su propia columna en @gesor con los textos que generen en ese taller de Biblioteca y les entusiasmó, seguiremos trabajando en el armado de ello.
Aquí les ofrecemos el cuento creado por este grupo de PPL, titulado ANITA.
ANITA
En ese martes de julio, el aire estaba cargado de una humedad densa que penetraba hasta los huesos, impregnado con un hedor rancio que se deslizaba entre las sombras del calabozo.
No recuerdo la fecha exacta, pero sí la sensación nauseabunda que emanaba de las paredes húmedas, como si el lugar mismo exhalara su desdicha.
Mientras me sumergía en mis pensamientos, el olor a moho y desesperación llenaba mis fosas nasales, como si estuviera respirando el propio desaliento del lugar.
Las ratas, criaturas astutas de la noche, emergían de las alcantarillas invisibles, susurros de dientes afilados y ojos hambrientos que se deslizaban entre las sombras, como heraldos de un destino macabro.
Las rejas chirriaban con cada movimiento, como lamentos de almas atrapadas en un limbo oscuro, mientras el eco de los pasos resonaba en los corredores vacíos, como susurros de la condena que se acercaba sigilosamente.
En medio de esa penumbra opresiva, la presencia de Juancito se destacaba, su rostro pálido y ojos vidriosos reflejando la misma desesperación que habitaba en cada rincón de aquel sórdido lugar.
En la oscuridad, los olores se entrelazaban en una danza macabra, donde el miedo se mezclaba con la putrefacción, y las ratas se convertían en sombras vivientes que danzaban al compás de la angustia.
En aquel calabozo, cada aroma era una metáfora de la desesperanza, cada roedor un símbolo de la inevitable decadencia que acechaba en las sombras.
En esa cuarta noche, en el inhóspito calabozo número cuatro, alrededor de las 4 de la mañana (tantas coincidencias que me helaban la piel), fui sacado de mi letargo por el chirriar agónico de las rejas.
Mi primer pensamiento fue que Juancito, una vez más, estaba sufriendo sus terribles jaquecas.
Con los sentidos alerta, escuché un susurro apenas audible, como un eco desesperado que se perdía en la oscuridad de la noche sordida. "Ayuda, ayuda", se filtraba en el aire, una voz tenue que resonaba con una urgencia temblorosa, como un fantasma susurrando desde los rincones más oscuros de la desesperación.
Al despertar a la mañana siguiente, mi compañero se encontraba en perfecto estado, como si la noche anterior no hubiera ocurrido nada fuera de lo común.
Intenté restarle importancia al suceso, convenciéndome de que tal vez había sido producto de mi imaginación o de los susurros de la noche.
Sin embargo, a pesar de mis intentos por desacreditar lo ocurrido, una certeza inquietante se aferraba a mi mente.
Estaba totalmente segura de lo que había escuchado en medio de la oscuridad de la noche, y esa certeza no hacía más que aumentar mi incomodidad y desasosiego.
La incomodidad se había arraigado en mi ser, recordándome que aún quedaban varios días por delante en ese espantoso lugar antes de ser transferido a un pabellón. Incapaz de soportar más la angustia que me consumía, decidí hablar con el Pelado, otro compañero de celda con una extensa experiencia en la cárcel.
Sabía que tenía conexiones y conocimientos sobre lo que ocurría entre las sombras de aquel recinto lúgubre.
Al mencionarle lo que había escuchado la noche anterior, esperaba encontrar alguna explicación lógica que calmara mis nervios.
Sin embargo, la mirada sombría del Pelado y su silencio solo alimentaron mi inquietud. Confirmó que, si bien otros habían experimentado cosas extrañas, nunca habían escuchado voces como la que yo describía.
El peso de sus palabras cuando hablaba con otros reclusos aumentó mi intranquilidad, pero lo que dijo a continuación me heló hasta los huesos: Anita, una presa que había estado recluida cerca de nuestro sector, se había quitado la vida.
En mi búsqueda de respuestas, exploré cada rincón del calabozo, cada sombra ominosa y cada susurro siniestro que llenaba el aire.
Sin embargo, cuanto más profundizaba en el misterio de Anita y los susurros de la noche, más se desdibujaban los límites entre la realidad y la pesadilla.
Una noche, mientras todos dormían en la quietud de la oscuridad, me aventuré más allá de los confines habituales del calabozo.
Siguiendo un instinto primal que parecía guiarme, llegué a una parte del edificio que parecía estar abandonada desde hacía décadas. Las paredes descascaradas y las puertas oxidadas crujían con cada paso que daba, como si el propio edificio protestara por mi presencia.
Fue entonces cuando la vi: una figura etérea, envuelta en sombras, deslizándose por los pasillos con una gracia sobrenatural.
Reconocí los rasgos angustiados de Anita, su rostro pálido y sus ojos vacíos que parecían buscar algo que ya no estaba.
Con el corazón latiendo con fuerza en mi pecho, la seguí en silencio, adentrándome en un laberinto de recuerdos oscuros y secretos olvidados. Cada paso me acercaba más a la verdad, pero también a un abismo de locura y desesperación.
Finalmente, llegué a una habitación oculta, oculta en las profundidades de aquel laberinto de sombras.
En su interior, yacía un objeto antiguo y ominoso: un espejo cubierto de polvo y enmarcado en madera carcomida por el tiempo.
Cuando me acerqué, mi reflejo pareció distorsionarse, como si el espejo fuera una ventana a otro mundo, un mundo donde los sueños y las pesadillas se entrelazaban en una espiral interminable.
En un acto de desesperación, levanté el espejo, esperando encontrar respuestas en su superficie oscura. Pero lo que vi fue algo mucho más aterrador: mi propio reflejo retorcido por la locura, mi rostro contorsionado por el terror.
En ese momento, supe que había desenterrado algo que nunca debió ser encontrado, algo que yacía en las profundidades de la oscuridad, esperando pacientemente su momento para salir a la luz.
Y así, dejé la habitación oculta, el espejo en mis manos temblorosas, sabiendo que el mal que había despertado nunca volvería a ser encerrado. Ahora, era solo cuestión de tiempo antes de que la oscuridad reclamara su precio, antes de que los susurros de la noche se convirtieran en gritos de terror que resonarían por toda la eternidad.
De repente, un escalofrío recorrió mi espalda, como si una mano helada hubiera tocado mi alma.
Miré fijamente el espejo una vez más, y lo que vi fue mi propio rostro, pero esta vez, no había distorsión, no había locura, solo un reflejo inmutable de la realidad.
Entonces, una horrible verdad se abrió paso en mi mente, como un rayo de luz en la oscuridad: yo era el fantasma, el espectro que había estado vagando por esos pasillos, atormentado por los susurros de la noche, encerrado en un ciclo interminable de horror y desesperación.
Con un grito ahogado, dejé caer el espejo al suelo, y en un estallido de cristal y oscuridad, la realidad se desvaneció a mi alrededor.
Me encontré de pie en una habitación vacía, envuelta en la penumbra de la madrugada, sola y perdida en un laberinto de mi propia creación.
Ahora, el horror había llegado a su fin, pero la verdad era más aterradora que cualquier pesadilla.
Yo era la prisionera, cautiva de mis propias ilusiones, condenada a vagar por los pasillos de mi mente atormentada por toda la eternidad.
Anita... era yo.
Cuento creado por el grupo. Basado en una historia real.
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