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Enrique seguirá siendo esa referencia moral de un grupo de amigos que se reunían en la playa junto al Hum. Convencido estaba él de la maravillosa adolescencia y juventud que nos brindó Mercedes.
Escribíamos en el diario siendo muchachitos, nos animamos a la radio poco después y cuando venía de Colombia me traía unos casettes con vallenatos y ritmos que entonces sólo así se podían conocer y nos enseñaban "El camino de la vida" donde “aprendemos que el dolor y la alegría son la esencia permanente de la vida”.
Le recordamos con el dolor de la ausencia y a la vez una sonrisa nostalgiosa pues pasan por nuestro corazón el humor cómplice, aventuras y la dicha que nos dio la vida de poder compartir con un ser como él.
Un día me contó que comenzó a enamorarse de Bogotá y en Bogotá mientras caminaba por las calles de Chapinero, Usaquén o Quirigua. Que le era inolvidable la noche en el Nevado del Ruiz con la luna llena, tanto como vivir en un cafetal, bañarse en el río Lagunilla o ver asomar el sol en el mar Caribe desde la histórica Cartagena de Indias.
Las bancas del Campos nos unieron en la secundaria. Llegó a jugar al fútbol en alguna cuarta división. Pero la pasión se le desbordaba en las viejas canchitas del Parque Gernika, en el campito junto al río o en alguna ocasional cancha donde fuera y en donde estábamos sus amigos que igual perdíamos por goleada porque es mejor perder con los amigos.
Él tenía la actitud del capitán. Tenía un Nasazzi dentro. Él creía que estaba en una final del mundo mientras golpeaba una pelota sin pudor desde la defensa.
Enrique era capaz de decirte lo que habías hecho tal día a tal hora en tal ocasión y uno ni se acordaba. Su bondad era prodigiosa, como su memoria. Igual que su pasión por el fútbol. Le vi y escuché un día en el Centenario mientras jugaba Uruguay y me sorprendía pues la gente alrededor se daba vuelta para escucharle.
Los indios del Putumayo le enseñaron el más grande secreto que conserva la selva, un tesoro espiritual. Pero también vivía la pasión desde alguna cabina de “El Campín” de Bogotá o se iba a secar granos de café para venderlos en el pueblo. El amor le conquistó en Colombia y la conocimos. Lo imaginamos recorriendo el Parque Simón Bolívar o subirse a alguna buseta escuchando vallenatos o compartir un tintico con sus colegas de la radio en una cafetería de Teusaquillo.
Desde el Liceo hasta siempre pasando por ese Esparta familiar pegado al patio de su casa, el taller del francés y la herencia de Henry, el abuelo fotógrafo. Enrique era la nobleza reinante en el amigo que no te iba a defraudar. En la pasión, memoria, sencillez y esa bonhomía que lo convirtió en el referente principal de ese grupo de amigos de aquellos años de adolescencia, río y fútbol.
Un día su corazón infartó en Colombia, herido y lejos de su raíz. Me lo contó: tendido en una cama de hospital con monitores y aparatos dos internados más comenzaron a hablarle y encontraron en Enrique un acento diferente. Me dijo que, cual mágica casualidad, el televisor de la sala de hospital pasó imágenes de la Torre de los Homenajes del Estadio Centenario y dijo “yo estuve allí, vi un Uruguay-Colombia por las eliminatorias al Mundial”.
Aquella tarde de 1981 en la Colombes estábamos nosotros, con los sueños intactos y los altoparlantes comenzaron a pasar la alineación de Uruguay que se enfrentaba a Colombia. Con el uno... y Enrique se le adelantó a todos los números diciendo en voz alta nombres y apellidos completos de cada jugador con una pasión desbordante mientras la gente se daba la vuelta para mirarle y él sólo parecía estar en comunión con algún micrófono imaginario, una audiencia infinita y un enorme amor celeste.
Enrique también me dijo que Colombia fue abrazar a su madre en la legendaria Guatavita mientras un niño, descendiente de los Muiscas, contaba la leyenda de El Dorado.
Por eso también amo a Colombia, me confesó.
Emigrar te hace idealizar. Tu tierra queda detenida en el tiempo y uno vuelve a pasar por el corazón todos los sentimientos y así extrañas. Extrañar puede ser más bello que querer.
Creo que Enrique no necesitaba emigrar para querer a su tierra uruguaya y soriana. Intento decir, visto el retorno, que la distancia le hizo amarla más todavía si cabe.
Y retornar es decisión más difícil que emigrar. Así entonces también idealizaba a Colombia y en reminiscencia no me olvido de esa francesa nostalgia.
Enrique podía hablar en radio, escribir, tomar una foto y su pasión por la comunicación fue columna vertebral de vida.
Al volver a Soriano le visitaba, claro y compartíamos conversaciones, recuerdos y reuniones de amistad. Siempre con su generosidad y su buena sonrisa nos abría las puertas de su casa.
No entiendo los secretos de la memoria pero sé que Enrique me veía y se acordaba. Era sólo decir una palabra para que sonriera e intentara hablar o se le iluminaran los ojos y hasta intentara cantar a la escucha de algún ritmo colombiano y allí, a su costado, quien lo cuidaba como un hermano era Giselle.
Para Enrique, Colombia era el hospital de Engativá, donde un día le salvaron la vida.
Para nosotros seguirá siendo el referente moral e intelectual.
Enrique era un apasionado del romanticismo futbolero en el recuerdo de la hazañosa generación celeste de los 20´s.
Un tipo que quería a su tierra.
Yo no sé los secretos de la muerte y después. Sólo imagino a Enrique igual que siempre y buscando más sueños.
Quise escribir porque entiendo que es bueno recordar y honrar a las personas nobles que pasaron por nuestra vida y la enriquecieron.
Quizás he sido un poco egoísta.
Porque Enrique es un referente moral no sólo para ese grupo de amigos adolescentes junto al río.
También para sus compañeros del periodismo. Para su familia.
Para todos.
Federico Marotta
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